

La velocidad con la que avanzamos hacia un mundo dominado por la inteligencia artificial contrasta con la fragilidad emocional del ser humano. Mientras celebramos progresos que hace apenas unos años parecían imposibles, la realidad que emerge por debajo es inquietante: un deterioro mental que crece entre jóvenes y adultos, entre anónimos y figuras públicas, sin distinción y sin descanso.


Cada testimonio sobre ansiedad, angustia o depresión nos recuerda que seguimos siendo vulnerables. Que no somos dispositivos capaces de reiniciar, actualizar o desfragmentar nuestras emociones. Que la salud mental continúa siendo la gran asignatura pendiente de una sociedad que avanza más rápido de lo que sus ciudadanos pueden soportar.
El estrés y la depresión golpean con una intensidad inédita, empujados por un entorno digital que nos ofrece herramientas útiles a la vez que nos exige competitividad constante, exposición pública continua y una dependencia permanente. Nuestros dispositivos facilitan, sí, pero también exprimen. Y piden más. Siempre más.
El exceso de pantallas —convertidas ya en prolongaciones de la vida cotidiana— está dejando una huella profunda y peligrosa en niños y jóvenes. La sobreestimulación digital está generando depresión, ansiedad y un deterioro severo de la atención, un daño que se multiplica cuando la formación emocional y la madurez aún están en construcción. A ello se suma el papel corrosivo de las redes sociales: un espacio que no solo alimenta la confrontación y la polarización extrema, sino que expone sin filtros a menores y adolescentes a una presión social que no están preparados para gestionar.
Estas plataformas crean adicción, construyen realidades irreales y empujan a miles de jóvenes a competir por una aprobación virtual que les nula como personas, que los desdibuja como seres pensantes y que aniquila cualquier capacidad crítica. La carrera por el “me gusta”, por la visibilidad, por la pertenencia, se convierte así en un círculo vicioso que erosiona la autoestima y multiplica la frustración.
Todo ello ocurre en un escenario donde la regulación llega tarde y donde los sistemas sanitarios siguen sin reforzar la salud mental con la urgencia que requiere. Faltan recursos, faltan protocolos, faltan profesionalesF. Y, sobre todo, falta la comprensión de que este problema avanza más rápido que las soluciones.
El dato que debería sacudirnos como sociedad permanece intacto: el suicidio continúa siendo la principal causa de muerte no natural en España. La primera. Una realidad insoportable que nos define y que no podemos seguir ignorando.
La tecnología es imprescindible. La inteligencia artificial es necesaria. Pero ninguna innovación tendrá sentido si la mente humana —la verdadera estructura que sostiene a una comunidad— continúa resquebrajándose en silencio.
Estamos a tiempo de reaccionar. De regular. De educar. De limitar. De proteger.
De comprender, de una vez, que la salud mental no es un complemento ni un discurso oportunista: es el pilar esencial sin el que ninguna sociedad puede considerarse verdaderamente moderna.






























