Solo el pueblo limpia al pueblo

Editorial25/06/2025RedacciónRedacción
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Vecinas de Malacara limpian la calle.

Entre el ruido ensordecedor de la política cotidiana, hemos empezado a normalizar actitudes impropias que definen tanto a quienes las ejercen como a quienes las toleran. La resignación ha calado en una sociedad hastiada, que mira con escepticismo y, en muchos casos, con un profundo desencanto a la clase política que debería representarla.

Hoy, los políticos no solo han dejado de ser solución, sino que se han convertido, para nuestro pesar, en parte central del problema. No son meras percepciones: hay ejemplos diarios, palpables, que evidencian una desconexión total con la ciudadanía, una falta de gestión real y un desprecio por las prioridades de quienes sostienen el sistema con sus impuestos y su esfuerzo diario.

Hay barrios donde la dejadez institucional no deja lugar a dudas. Donde la limpieza, el orden o la seguridad parecen aspiraciones remotas. Y, sin embargo, ahí están, una y otra vez, los mismos vecinos. No porque sean más pulcros o tengan una sensibilidad especial, sino porque están cansados. Cansados de esperar, de reclamar, de convivir con la desidia. Cansados de ver cómo se degrada su entorno mientras otros miran hacia otro lado.

Y frente a esa realidad, hay dos tipos de ciudadanos: los que aún creen que pueden mejorar su entorno y se arremangan para hacerlo posible, y los que, desde la inconsciencia o el puro incivismo, ensucian, destruyen y denigran. Son estos últimos quienes frustran campañas, iniciativas o pequeñas conquistas vecinales. Pero no se les puede responsabilizar de todo.

La administración tiene la obligación legal —y moral— de garantizar espacios públicos dignos, barrios limpios y servicios adecuados. No es un favor. Es una exigencia recogida en la ley, y en el contrato no escrito entre gobernante y gobernado. Cuando los impuestos no se traducen en calidad de vida, la indignación se convierte en acción, y la convivencia empieza a resquebrajarse.

No podemos seguir asumiendo como “normal” que la política defraude, ni que la ciudadanía tenga que suplir lo que otros no hacen. Porque eso, más que un síntoma de civismo, es un fracaso del sistema. Y cuando el pueblo es quien tiene que salvar al pueblo mientras el poder se desentiende, no solo se pervierte el sentido de lo público: se atenta contra lo que debería ser natural.

La política, bien entendida, no debería provocar asco. Debería servir, no estorbar. Y cuando eso no ocurre, toca decirlo. Alto y claro.

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