

Ha pasado un año desde una de las mayores catástrofes sufridas en España. Un año desde aquella riada que se llevó vidas, hogares y certezas. Y, sin embargo, nada ha cambiado. Ni se han reparado las infraestructuras que multiplicaron el desastre, ni se ha dignificado la memoria de los fallecidos, ni se han pagado las indemnizaciones prometidas. Ningún responsable político ha asumido su culpa. Ninguno.
El fango, que un día cubrió calles y pueblos enteros, hoy se ha secado para transformarse en fango político. Cada partido lo utiliza para embarrar al adversario, para sacar rédito, para sobrevivir entre el barro moral de su propia irresponsabilidad. Nadie limpia, nadie repara, nadie responde.
La dana no solo arrasó casas y caminos; también desnudó la fragilidad de un Estado que cobra con la severidad de un recaudador, pero que desaparece cuando la tragedia llama a la puerta. Un Estado fallido, incapaz de socorrer a quienes deberían ser su prioridad: los ciudadanos.
La desidia institucional se ha convertido en una ofensa que prolonga el duelo. No se reforzaron las infraestructuras a tiempo, no se alertó con la antelación necesaria, no se han cumplido las promesas de compensación. Y mientras tanto, el discurso oficial se escuda en el “cambio climático”, ese argumento elástico que todo lo justifica y nada soluciona. Si era tan previsible, ¿por qué no se actuó? ¿Por qué los informes técnicos que alertaban del riesgo quedaron archivados en los cajones del olvido?
La mayor amenaza no es que vuelva a llover con furia; lo verdaderamente alarmante es que vuelva a pillarnos igual de indefensos. Porque los expertos lo advierten: puede repetirse. Y si algo ha quedado claro en este año es que el peligro no está en las nubes, sino en la ceguera política que las ignora.
El acto en memoria de las víctimas debía ser un momento de recogimiento, de unidad y respeto. Pero terminó siendo una mascarada. En la Zarzuela, Pedro Sánchez fue cuidadosamente protegido de cualquier crítica o compañía incómoda. El protocolo sirvió de escudo, y el homenaje se convirtió en una escenografía política: un escaparate de poder, una revancha revestida de luto.
El PSOE continúa manejando su relato, y esta vez con la complicidad de una Monarquía que parece haber asumido sin reparos el discurso frentista del Gobierno. Ya ocurrió con la cuestión palestina, y ahora vuelve a repetirse: un Rey alineado con la estrategia de un Ejecutivo que utiliza incluso la tragedia como instrumento de división.
Mientras tanto, el PP vuelve a exhibir su viejo complejo político. Incapaz de liderar ni siquiera la indignación, ha permitido que el Gobierno y la Casa Real marquen el paso. Mazón, señalado, se ha convertido en el chivo expiatorio perfecto. Su torpeza en la gestión —antes, durante y después del desastre— solo ha servido para que sus propios compañeros lo abandonen a su suerte. El partido lo ha dejado caer, entregándolo al escarnio público y a la narrativa socialista sin apenas resistencia. Lo escondieron, y el PP lo permitió, como suele hacer cada vez que los problemas lo retratan en una nueva desgracia valenciana.
Y en medio de todo, el papel del Rey empieza a mostrar unas costuras difíciles de disimular. Su supuesta neutralidad suena cada vez más a coartada que a virtud. La Monarquía, en su intento de no mojarse, navega entre aguas turbias, acomodándose siempre del lado más cómodo del poder. Y cuando la neutralidad se convierte en refugio del silencio, deja de ser símbolo de unidad para transformarse en parte del problema.
Un año después, las víctimas siguen esperando justicia. Los pueblos siguen esperando soluciones. Y los ciudadanos seguimos esperando que alguien, al menos una vez, asuma su responsabilidad. Pero lo único que permanece es el fango: el que cubrió las calles y el que aún cubre la conciencia política de un país que, cuando más necesita respuestas, solo recibe excusas.



























