





Por mucho que intenten disfrazarlo de motor económico, el turismo de garrafón, ruido y suciedad no trae prosperidad. Trae ruina. Una ruina que no solo se mide en botellas rotas o portales meados, sino en algo mucho más grave: la impunidad con la que se le permite degradar nuestra ciudad.


El Puerto de Santa María no puede seguir siendo el retrete del turismo de bajo coste. Ese que llega con maletas rodando a las tres de la mañana, que grita sin respeto, que bebe sin control, que ensucia sin remordimiento y desaparece dejando atrás una factura social, ambiental y vecinal que pagamos, como siempre, los que vivimos aquí los doce meses del año. Porque ese visitante ni respeta, ni valora, ni aporta. Solo desborda, atosiga y deteriora.
Y conviene dejarlo claro: esto no es clasismo. Es sentido común. No se trata de cerrar la ciudad, sino de protegerla. De defender el derecho de sus vecinos a descansar, a vivir, a conservar su identidad. De exigir un modelo turístico que sume, no que devaste. Que respete al vecino, a las normas y a la ciudad que lo acoge. Y eso no lo hacen quienes convierten nuestros barrios en afters ilegales, ni quienes alquilan sus pisos al mejor postor sin importarles las consecuencias.
Porque el enemigo no siempre llega con chanclas y altavoz. Muchas veces vive entre nosotros. Está en quienes blanquean lo indefendible. En quienes han hecho del desgobierno su negocio. En quienes abren su casa sin escrúpulos y luego se hacen los sorprendidos cuando el edificio entero no puede dormir. En quienes confunden libertad con dejadez y negocio con deterioro.
Y hay que decirlo alto, claro y sin complejos: ningún negocio justifica el desfase. Ningún ingreso compensa el agotamiento sistemático de los vecinos. Nadie tiene derecho a lucrarse a costa de la convivencia, del orden ni del respeto. Quien gana dinero a costa de la ciudad tiene una responsabilidad. Y si no la asume, forma parte del problema.
No podemos seguir justificando el caos por el espejismo de una ocupación hotelera alta o por el número de copas servidas en una noche. Porque hay otra factura, menos visible pero infinitamente más cara: la del desgaste vecinal, la del deterioro del espacio público, la de la pérdida de identidad. Esa se paga cada lunes con ojeras, impotencia y, sobre todo, con una vergüenza que se instala en el alma.
El Puerto merece turismo, sí. Pero turismo de verdad. Con respeto. Con cabeza. Con límites. No esta invasión estacional disfrazada de éxito. No más gritos, vómitos ni portales convertidos en urinarios. No más vecinos que huyen de sus casas en verano porque vivir se ha vuelto una tortura.
Nuestra ciudad no se vende al mejor postor. Y quienes creemos en ella tenemos el deber —y el derecho— de decir basta. Porque esto no va solo de civismo. Va de dignidad.
Porque el Gran Puerto de Santa María es mucho más que borrachos y chusma. Es historia, es arte, es cultura, es tradición. Es un patrimonio vivo que no merece ser pisoteado por modas ruidosas y destructivas. Es una ciudad con alma, con gente que lucha todo el año por levantarla, por cuidarla, por hacerla habitable y admirable. Y no se puede permitir que cada verano se convierta en una caricatura vulgar de lo que somos.
El chusmerío no ama a El Puerto. No lo entiende ni lo respeta. No le importa su historia, su cultura ni su gente. Solo llega, lo devora como una plaga y se marcha. Como la langosta: sin mirar atrás, sin dejar nada bueno. Solo ruina.
Haz cuentas. Cambia un piso turístico descontrolado por un hotel regulado y verás que no todo el mundo puede —ni debe— permitirse pasar unos días en el mismo lugar donde otros tratamos de vivir todo el año. Porque vivir implica cuidar. Implica respetar. Implica aceptar unas normas que muchos visitantes ignoran con total impunidad.
Y si vas a hacerte la foto de turno en pleno desfase, al menos ten la decencia de dar las gracias. Y de pedir perdón a quien te acogió.









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