

La frecuencia con la que se emiten alertas meteorológicas por lluvias y tormentas ha puesto en cuestión la fiabilidad de los pronósticos. En muchos casos, lo que se anuncia como alerta amarilla o naranja termina reduciéndose a simples chaparrones esporádicos, provocando alarma innecesaria y trastornos para la ciudadanía.


Desde la desgracia provocada por la DANA del año pasado, se ha instalado un exceso de celo en la emisión de avisos, como si las lluvias o tormentas fueran una excepción durante el otoño o el invierno. Esta tendencia al alarmismo preventivo ha llevado a que cualquier episodio de mal tiempo genere alerta, aunque finalmente el impacto sea mínimo.
El temor a no informar a tiempo sobre posibles incidencias ha derivado en un exceso de alertas que, aunque justificadas desde la prudencia, generan consecuencias reales: cambios en la rutina diaria, problemas de movilidad y, en el ámbito comercial, la cancelación o aplazamiento de eventos que finalmente se ven afectados solo de manera mínima.
Aunque es comprensible que “más vale prevenir que lamentar”, no se trata únicamente de un inconveniente menor, como llevar un paraguas. La gestión diaria de los desplazamientos, la actividad laboral o los actos comerciales se ve condicionada por estas predicciones, y cuando la alerta se reduce a un simple chaparrón, la sensación de alarma injustificada erosiona la confianza de la ciudadanía en los servicios meteorológicos.
La cautela y los anuncios en su justa medida deberían prevalecer frente a este alarmismo continuado, garantizando que la ciudadanía reciba información veraz y proporcional al riesgo real, sin que cada lluvia se convierta en motivo de preocupación desmesurada.






























