El día que la burocracia decidió ahogar al pescador

Opinión10/12/2025 Joaquín Bernal Rodríguez
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Se acabó la prórroga. El próximo 1 de enero de 2026 deja de ser una fecha en el calendario para convertirse en una sentencia firme para todo aquel que tenga una caña en la provincia de Cádiz. Lo que hasta ahora era un periodo de «implementación voluntaria» —ese eufemismo que usa la Administración para que trabajemos gratis de cobayas— se termina. El registro digital de capturas, encarnado en la aplicación PescaRec, será obligatorio. Y créanme: no viene cargado de buenas intenciones, sino de códigos binarios y sanciones que quitan el hipo.

Miren bien al espigón de La Atunara o a las rocas de Tarifa batidas por el viento. Esa estampa del jubilado con la mirada perdida en el horizonte, buscando un respiro a su pensión y a la artrosis, es una especie en extinción. Antes, ese hombre luchaba contra el levante y las mareas. Ahora, su enemigo lleva corbata, despacha desde una oficina climatizada en Sevilla o Bruselas donde jamás ha entrado una gota de salitre, y ha decidido que la «verdad estadística» importa más que la realidad vivida.

El escenario que nos dibuja el BOJA es digno de una distopía. Imaginen la escena: usted está en Guadarranque o Sancti Petri, peleando una pieza, con las manos resbaladizas por la mucosidad del pez y el equilibrio precario en la roca. En ese momento sagrado, la ley le exige que saque un smartphone, desbloquee la pantalla con el dedo mojado y registre la captura en tiempo real. Porque para la Junta, si no está en la App, el pez no existe. Y si le pillan con algo que «no existe», prepárese.

Lo que indigna no es la tecnología, es la trampa. Han convertido al pescador en un administrativo no remunerado. Bruselas exige datos y trazabilidad, y para obtenerlos ha externalizado la vigilancia en el propio ciudadano. Pero el diablo está en los detalles técnicos. Para usar PescaRec hace falta certificado digital o Cl@ve, una barrera infranqueable para ese abuelo de 75 años cuyas manos, deformadas por décadas de brega, no se entienden con las pantallas táctiles.

Y aquí viene la venta sutil del miedo, que no es miedo, es prudencia. El peligro real ya no es ahogarse; es el expediente sancionador. Un error al teclear la especie, o quedarse sin batería antes de cerrar la jornada («infracción leve»), puede salirle por hasta 300 euros. Pero si su certificado digital caducó ayer sin que se diera cuenta, técnicamente está pescando sin licencia. Eso ya es grave. Y ahí las multas escalan hasta los 60.000 euros.

El sistema es perverso. En este laberinto, el silencio administrativo es negativo: si usted pide el permiso digital y la Administración calla, usted no tiene permiso. Salir al mar asumiendo que «quien calla otorga» es un suicidio legal. Además, los datos que usted introduce son una confesión automática; si se equivoca, usted mismo ha generado la prueba de su culpabilidad.

El romanticismo ha muerto, señores. Lo han asfixiado con un cable de fibra óptica. El pescador que sobreviva a 2026 no será el que tenga mejor cebo, ni el que conozca los secretos de las mareas. El que sobreviva será el que entienda que, en este nuevo mundo, la mejor defensa no es un buen sedal, sino tener las espaldas cubiertas ante el papeleo.

El mar sigue ahí, precioso y terrible. Pero para navegarlo hoy sin que le arruinen la vida, hace falta más astucia legal que plomo en el aparejo. Adáptense, busquen quien les proteja los papeles o preparen la cartera. Porque la Administración no pesca; la Administración recauda.

Joaquín Bernal Rodríguez, abogado

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