Pulseras rotas: Negligencia con sello oficial

Opinión24/09/2025 Joaquín Bernal Rodríguez
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La ministra de Igualdad, Ana Redondo.FOTO: EFE

Una pulsera telemática no es un simple artilugio tecnológico. Es la encarnación de una de las promesas más fundamentales del Estado de derecho: el blindaje de la vida y la seguridad de sus ciudadanas más vulnerables. Este dispositivo representa un pacto de confianza, un escudo que no solo protege físicamente, sino que también garantiza la integridad del sistema judicial al generar pruebas objetivas. Su éxito se medía con un dato que era más que una estadística; era un juramento cumplido: ninguna mujer había sido asesinada llevando el dispositivo activado.   

Hoy, ese juramento está roto. Lo que el Gobierno ha intentado minimizar como un “fallo puntual” es, en realidad, la manifestación de una profunda quiebra institucional. Este no es el relato de un error técnico, sino el análisis de cómo una cadena de decisiones administrativas deficientes y una sordera burocrática deliberada han desmantelado un pilar del contrato social entre el Estado y las víctimas de la violencia.

El pecado original de esta crisis es de naturaleza administrativa y se gestó en 2023. El Ministerio de Igualdad lanzó una licitación “acelerada” para un servicio del que dependen vidas. Se adjudicó el contrato a la UTE Vodafone-Securitas, a pesar de que su plan para el componente más relevante —la migración de datos históricos— recibió una calificación técnica de un vergonzante 3,6 sobre 10. En cualquier sistema de contratación pública funcional, una evaluación así actúa como un freno de emergencia.

Aquí, fue ignorada. La decisión de proceder no fue un riesgo calculado, sino la aceptación de un fallo previsible en el punto exacto donde el sistema colapsó. No es un imprevisto; es una negligencia con membrete oficial.   

Las consecuencias de este fallo de diseño institucional fueron inmediatas y dobles. Primero, un colpaso probatorio: la pérdida de historiales anteriores al 20 de marzo de 2024 dejó a los juzgados sin la herramienta para aplicar el artículo 468 del Código Penal, que castiga el quebrantamiento de condena.

Esto generó una impunidad por defecto, una laguna jurídica fabricada por la propia administración que benefició directamente a los agresores. Segundo, un colapso operativo: los dispositivos se revelaron manipulables, sus GPS imprecisos y su calidad general, deficiente.   

El daño más profundo, sin embargo, no es procesal, sino psicológico y sistémico. El poder disuasorio de la pulsera no reside en el hardware, sino en la certeza del castigo. Al hacerse pública la falibilidad del sistema, esa certeza se evaporó.

Hoy, más de 4.500 maltratadores portan un dispositivo cuya credibilidad ha sido destruida, lo que incentiva la transgresión y multiplica el riesgo real para cada mujer protegida.   

Este desastre se vio agravado por una fractura en la comunicación interinstitucional. Mientras el poder judicial —desde juzgados de base hasta el Consejo General del Poder Judicial— emitía advertencias formales y reiteradas sobre las “disfunciones” del sistema, el poder ejecutivo optaba por la minimización y la defensiva política.

No fue un malentendido, sino el fracaso de los canales de control y corrección que deben existir en una democracia funcional. Las alertas de los expertos no fueron atendidas, y la verdad solo emergió cuando el escándalo fue inocultable.   

En última instancia, el fracaso se mide en la experiencia de las víctimas. El Estado no solo falló en su deber de proteger; activamente revictimizó, imponiendo una carga de "hipervigilancia tecnológica" que añadía angustia al miedo preexistente.

El acto de algunas mujeres de devolver voluntariamente sus dispositivos es el símbolo más elocuente de esta quiebra: un voto de desconfianza, el rechazo a un pacto que el Estado había incumplido unilateralmente.   

Y ahora vendrán las comparecencias huecas, los golpes de pecho en el escaño y las promesas de que no volverá a ocurrir. Palabrería. La tinta barata de los argumentarios de partido para tapar la vergüenza de una chapuza que tiene responsables con nombre y apellidos. Porque mientras se reparten culpas en la moqueta de los despachos, hay mujeres que miran por encima del hombro, que duermen con un ojo abierto, que han aprendido a la fuerza que el escudo del Estado tiene la consistencia del papel de fumar.

Y hay maltratadores que se saben impunes, que se ríen de un sistema que les ha dado “carta blanca” gracias a la incompetencia y la desidia de quienes debían proteger a sus víctimas. 

Este escándalo no se arregla con un nuevo contrato ni con una rueda de prensa. La confianza, una vez rota, no se pega con saliva. Lo que queda es el hedor de la negligencia, la cobardía política y la certeza amarga de que, al final, cuando el peligro acecha de verdad, la última línea de defensa de una mujer amenazada sigue siendo, demasiadas veces, ella misma. Y su suerte.

Joaquín Bernal Rodríguez - abogado

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