
Crónica del fuego anunciado: la Costa de la Luz se viste de negro y corrupción
Opinión20/08/2025 Joaquín Rodríguez Bernal
Agosto, Levante y fuego. Un tridente clásico en esta esquina de España donde la belleza es tan feroz como la especulación que la acecha. Las llamas que han devorado la sierra entre Tarifa y Atlanterra no son una sorpresa; son la crónica puntual de un desastre anunciado a voces. Mientras el ciudadano de a pie se jugaba la casa y los bomberos el pellejo, en algunos despachos con aire acondicionado seguro que se descorchaba champán. O, al menos, se repasaban los planos.


El incendio, ese que ha achicharrado la postal de la Playa de los Alemanes, es la consecuencia directa de una desidia que roza lo criminal. Las denuncias de los ecologistas, esos aguafiestas que siempre tienen la mala costumbre de decir la verdad, apuntan al Ayuntamiento de Tarifa y su nulo interés en cumplir con lo firmado. Un convenio de gestión forestal de 2021 criando polvo en un cajón. ¿Para qué limpiar el monte, se preguntaría algún preboste, si un buen susto veraniego te deja el terreno expedito? El resultado: cientos de hectáreas de un polvorín vegetal que solo necesitaban un indeseable con un mechero —o un plan— para estallar.
Aquí es donde el paisaje se vuelve familiar, casi una denominación de origen. La "Marca España" en su versión más cruda: esa conexión, mil veces demostrada en los tribunales de este país, entre el ladrillo, el palco y la toga. Una red de intereses donde empresarios, políticos, fiscales y hasta jueces han bailado al son de la recalificación y el pelotazo. La historia nos enseña que, en España, tras un incendio sospechoso, a menudo viene una urbanización de lujo. Y quien diga lo contrario, o es un ingenuo o tiene un chalet en la zona.
La ley, en teoría, es clara. El artículo 50 de la Ley de Montes prohíbe cambiar el uso forestal de un terreno quemado durante 30 años. Pero esto es España. La misma ley contempla "razones imperiosas de interés público" para saltarse la norma. Una coletilla maravillosa, un coladero por el que se han vertido auténticas atrocidades urbanísticas. El Código Penal, por su parte, castiga en su artículo 353 al que provoca un incendio forestal buscando un beneficio económico, con penas que pueden ser serias. El problema, como siempre, no es la ley, sino quién la aplica y cómo se retuercen sus costuras. El embrollo jurídico es de tal calibre que hasta un especialista en estos berenjenales, sudaría tinta para desentrañarlo.
Así que, mientras los telediarios abren con la catástrofe y los políticos de turno ponen cara de compungida solidaridad —la misma que pondrán en las próximas inundaciones—, el plan sigue su curso. Ahora toca lamentarse, prometer ayudas y, sobre todo, esperar. Esperar a que la memoria, siempre frágil, olvide el olor a ceniza.
No seamos ingenuos. De aquí a unos años, cuando el negro se haya trocado en verde de campo de golf, nadie se acordará de las llamas. Veremos más hoteles, más chalets con piscina infinita en Atlanterra y, quién sabe, puestos a imaginar y conociendo el percal, quizá hasta un resort de lujo rodeando las mismísimas ruinas romanas de Baelo Claudia, en Bolonia. Porque en esta tierra, por desgracia, la historia no está para ser conservada, sino para ser urbanizada. Y ese, y no otro, es el verdadero incendio que nunca se apaga.
Joaquín Rodríguez Bernal, abogado





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